lunes, 9 de enero de 2017

Carta de una desconocida



Llevaba unos días pensando en el tema del enamoramiento, en la manera en la que a menudo idealizamos a la persona en la que hemos posado nuestra mirada. Le daba vueltas a lo irracional que es mi actitud a veces, y supongo que la de otros muchos, que sé que no soy única en estas comeduras de coco. Como uno se puede obsesionar y querer sumergirse en el mundo del otro. Y como en fantasías recreamos encuentros de todo tipo, felices o desdichados, tiernos o apasionados… Y en esto que le cogí prestado a mi hermana Carta de una desconocida de Stefan Zweig. Había visto la película hace tiempo y recuerdo que me resultó conmovedora. Pero no esperaba que me llegara tanto esta carta de amor y que viniera tan a propósito con lo que andaba barruntando.

 No quiero contar demasiado por si alguien no conoce la historia pero se trata de una carta en la que una mujer va relatando su historia de amor, desnudando sus sentimientos, sincerándose, compartiendo sus procesos mentales y sus acciones aún cuando sabe que son irracionales. Con una determinación contra viento y marea. Te hace plantearte muchas cuestiones acerca del amor, de cómo es fácil juzgar la actitud de esta mujer desde el sentido común y el pragmatismo y sin embargo a su vez admirarla porque desde luego no eligió el camino más fácil. 
Me gusta la manera en la que Zweig lo cuenta, de manera tan directa y sencilla y como deja al lector la labor de juzgar a los personajes.

Quería compartir unos fragmentos en los que creo queda bastante bien explicada esa sensación con la que a veces nos enfrentamos al amor. Al menos a mí me ha pasado, vivirlo como un secreto, tan real y vivo en mi cabeza pero sin saber bien cómo llevarlo a la vida real, y casi sin querer romper el hechizo.

Desde aquel momento te quise. Sé que muchas mujeres te lo han dicho a menudo, a ti, tan mal acostumbrado, pero créeme, ninguna te ha querido tan devotamente como yo, ninguna ha sido tan fiel ni se ha olvidado tanto de sí misma como lo he hecho yo por ti. No hay nada en el mundo que sea equiparable al secreto amor de una niña que permanece en la penumbra y tiene pocas esperanzas. Es humilde y servil, tan receloso y apasionado como nunca puede serlo el amor inadvertidamente exigente y lleno de deseo de la mujer adulta. Sólo los niños solitarios pueden contener su pasión. Los otros hablan de sus sentimientos en grupo, se abren estimulados por la confianza y han oído hablar y han leído mucho sobre el amor; saben que es un destino común para todos. Juegan con él como un juguete, presumen de él como los muchachos con su primer cigarrillo. Pero yo… yo no tenía a nadie en quien confiar, nadie me había instruido ni prevenido, ni tenía experiencia alguna. No sabía nada. Me entregué ciegamente a mi destino como quien se lanza a un abismo. Todo lo que crecía y florecía en mí se volcaba en ti, no dejaba de soñar contigo, mi único confidente.

Y la obsesión que a veces acompaña. El querer saberlo todo. ¿Qué ve, qué lee, qué escucha, qué piensa? Intentar ser invisible y visible a la vez. Sentir miedo e ilusión. Sentir que quieres ser mejor. E interpretar todo como una pista, un indicio de que tú también eres reconocida. Es un juego pernicioso pero inevitable.

Todo existía sólo si tenía relación contigo, toda mi vida sólo tenía sentido si se vinculaba a ti. Transformaste toda mi existencia. En el colegio pasé a ser la primera de la clase, en lugar de una alumna mediocre e indolente. Leía mil libros hasta altas horas de la madrugada porque sabía que tú los adorabas. De pronto, para asombro de mi madre, empecé a tocar el piano de forma obsesiva porque creía que amabas la música. Lavaba y cosía mi ropa solo para parecerte pulcra y aseada. Me horrorizaba que mi viejo delantal del colegio (era una bata de mi madre transformada en delantal) tuviera un remiendo cuadrado a la izquierda. Temía que lo pudieras detectar y me despreciaras; por eso lo escondía siempre detrás de la cartera mientras subía las escaleras corriendo. ¡Qué ingenua! Tú apenas volviste a fijarte en mí, apenas me miraste otra vez.
Y con todo, yo no hacía otra cosa en todo el día que esperarte y espiarte. Nuestra puerta tenía una pequeña mirilla de latón, por cuyo agujero redondo se podía ver la puerta de tu casa. Esta mirilla –no, no te rías, querido; aún hoy, aún hoy no me avergüenzo de aquellas horas- era el ojo por el que yo veía el mundo. Allí, en el recibidor helado, temiendo las sospechas de mi madre, pasé muchos meses y años con un libro en la mano, tardes enteras al acecho, tensa como la cuerda de un violín que vibraba cuando tu presencia la rozaba. Siempre estaba a tu alrededor, siempre en tensión y movimiento, pero tú no podías advertirlo; era como la presión del muelle del reloj que llevas en el bolsillo, que pacientemente cuenta y mide tus horas a oscuras, que te acompaña en tu trayecto con palpitaciones inaudibles y sobre el cual tu mirada rápida se desliza solamente una vez en millones de segundos ininterrumpidos. Lo sabía todo sobre ti, conocía cada una de tus costumbres…


Afortunadamente mis historias no llegan a estos límites dramáticos. Pero logro comprender en cierto modo ese sentimiento que a veces te puede embargar. He tenido muchos “amores platónicos” (sé que el concepto no es exacto, Platón hablaba de otra cosa, pero siempre los he llamado así) que nunca llegaron a nada, y nunca sabré si podrían haber llegado a algo porque nunca lo intenté.  Mis relaciones siempre han comenzado de manera más realista y sin tantos preámbulos. No sé si de haber pasado de sueño a realidad habría sido decepcionante o no. Probablemente mis expectativas hubieran sido inalcanzables porque sobre todo no se basaban en la realidad, sino en algo construido por mí en mi cabeza. Soy consciente de ello y de como esta fantasía del amor nos la han colado y de que no necesitamos una media naranja y todo eso, pero no puedo dejar de plantearme cómo sería.

Y a veces pienso como esas personas no tienen ni idea de que en mi mente han vivido muchas vidas distintas y en como me han acompañado y han sido importantes para mí en distintos momentos de mi vida. Y pienso en si les gustaría saberlo. Así a posteriori, solo por ser conscientes de ello. Si les resultaría agradable, o al contrario, pensarían que soy una loca o que no tengo derecho de poner esa carga a sus espaldas de repente.

Creo que a mí me gustaría saberlo si alguien hubiese pensado en mí de esa manera. Saber que aún inconscientemente he podido marcar una diferencia y haber hecho compañía a alguien en momentos en lo que quizá lo ha necesitado.Y claro, también está mi ego, que podría quedar satisfecho y sentirse importante.

Y es el ego, el orgullo, el que a su vez impide que lo haga, el que hace que tantas veces ocultemos nuestros sentimientos por miedo a que sean ninguneados, pisoteados sin miramientos o compadecidos. Por eso me ha gustado en esta historia la visión del amor como algo incondicional, como algo que podemos sentir independientemente del otro y que no debería avergonzarnos. Me encantaría ser capaz de amar así, (no quiero un destino como el de la historia pero...) de una manera más libre, más despegada, más desprendida...

Fragmento de Soleá del amor desprendío de Manuel Benítez Carrasco
 
Tú fuiste flor de verano,
sol de un beso, luz de un día;
yo te cuidaba en mi mano,

y en mi mano te acunaba,
y tú, por pagarme, herías
la mano que te cuidaba. 

Pero al hacerlo, olvidabas
(tal vez por ingenuidad),
que te di mis sentimientos
no por tus merecimientos
sino por mi voluntad.

Yo no puse en compraventa
mi corazón encendío;
y has de tener muy en cuenta

que mi cariño no fue
ni comprao ni vendío,
sino que lo regalé.

Porque yo soy desprendío;
por eso te di mi rosa
sin habérmela pedío.

No hay comentarios: