En ocasiones una página, un párrafo o unas pocas oraciones hacen que sienta que se han metido en mi cabeza. Al leer un libro muchas veces te estás buscando en sus líneas y últimamente me encuentro muy a menudo. Aquí quiero dejar un registro de esos pasajes que me voy encontrando o me van encontrando. Bien hallados en todo caso.
Stefan Zweig El amor de Erika Wald
Así transcurrieron dos semanas, sin que Erika recibiera
ninguna noticia de él. Todo parecía haber pasado y estar olvidado. Su tristeza
e inseguridad no se desvaneció todavía, pero se liberó de su carácter fiero
y exaltado y adquirió una expresión más fina y espiritualizada. Los dolorosos
sentimientos se diluyeron dulces y benignos en nostálgicas canciones, melodías
en tonos menores, profundos, contenidos, y acordes con ecos tristes y
melancólicos. Algunas tardes tocaba así, sin pensar, apartándose de los auténticos
motivos en dulces divagaciones, con ligaduras que ella misma inventaba y que
cada vez se volvían más leves, como la historia tan triste de su amor,
que ahora, lentamente, se iba quedando en el pasado. También empezó a
leer de nuevo. Volvieron a resultarle cercanos aquellos soberbios libros, de
los que irradiaba la melancolía como un aroma pesado, embriagador, de
flores extrañamente oscuras y melancólicas. Volvió a caer en sus manos
Marie Grubbe, a la que la dura vida echó a perder un amor profundo y dichoso, y
la desventurada Madame Bovary, que no quiso renunciar y arrojó de su lado
la sencilla felicidad, y leyó el diario indeciblemente conmovedor de Maria
Bashkirtscheff, a la que nunca le había llegado el gran amor, aunque el
rico y nostálgico corazón de un artista le tendió las manos lleno de
esperanza. Y su atormentada alma se sumergió en este dolor ajeno, para perder y
olvidar el propio, pero, de vez en cuando, le asaltaba un miedo, un temor
que se difuminaba en su orgullo; porque le saltaban a la vista palabras
que daban cuenta de lo que era su propia vida y en las que se explicaba
el sentido de su duro destino. Y ahora se daba cuenta de que su historia no
significaba que la vida fuera injusta y terrible, sino que simplemente era
dolorosa, porque a ella le faltaba el alegre paso de baile de un temperamento
risueño, frívolo, que, olvidando con rapidez, salta por encima de los
abismos del dolor, oscuros aunque llenos de secretos. Pero la soledad caía
sobre ella abatiéndola. Nadie le resultaba próximo. Una vergüenza singular a
entregarse a los extraños en toda su profundidad y misteriosa belleza la había
apartado de todas sus amigas, y también le faltaba la confiada fe de los
piadosos, que se dirigen a un Dios y le hacen partícipe de sus confesiones más secretas. El dolor que brotaba
dentro de ella volvía a afluir a su alma y este incesante confiarse sólo
a sí misma, entregándose al análisis, acabó sumiéndola en un sordo
cansancio y en una apatía desesperanzada, que no quería debatirse más con
el destino y con sus poderes ocultos.
La asaltaban extraños pensamientos,
cuando miraba a la calle desde lo alto de la ventana. Veía a la gente, todos
revueltos unos con otros, parejas de enamorados que pasaban de largo
felices y ensimismados, luego, de nuevo, muchachos presurosos yendo y
viniendo, ciclistas en precipitada carrera, coches que circulaban veloces con
ruedas vibrantes, imágenes cotidianas y acostumbradas. ¡Pero a ella le
resultaba todo tan ajeno! Lo contemplaba desde lejos, desde otro mundo,
como si no pudiera comprender por qué estos seres se apresuraban y
afanaban y pasaban en tropel, cuando todas las metas eran tan pequeñas y
despreciables. Como si pudiera haber algo más rico y dichoso que la gran
paz en cuyo hechizo duermen todas las pasiones y todas las nostalgias; que, sin
embargo, era como una fuente que obra prodigios, en cuya suave corriente,
de misterioso poder, se disuelve todo lo enfermo y odioso, como una capa
molesta, gravosa. Y entonces, ¿para qué todas las luchas y esfuerzos? ¿Y para
qué la nostalgia ardiente e incansable a la que no escapa nadie?
Karl Ove Knausgård La muerte del padre
Karl Ove Knausgård La muerte del padre
No tenía sueño y no conseguiría dormir, pero resultaba
cómodo estar así, sobre todo porque no se me exigía nada. Cuando éramos niños,
yo hablaba de todo con Yngve, no tenía ningún secreto para él, pero en algún
momento, tal vez cuando empecé en el instituto, todo cambió, desde entonces era
tremendamente consciente de quién era él y quién era yo cuando charlábamos, la
naturalidad desapareció, cada frase que pronunciaba era planificada de antemano
o analizada a posteriori, más bien las dos cosas, excepto cuando bebía,
entonces la vieja libertad volvía a apoderarse de mí. Exceptuando a Tonje y a
mi madre, esa situación se repetía con todo el mundo, ya no podía simplemente
charlar con la gente, la conciencia de la situación era demasiado grande para
eso, lo que me dejaba fuera de ella. No sabía si Yngve lo vivía de la misma
manera, aunque no lo creía, no daba esa impresión cuando lo veía con otras
personas. Tampoco sabía si él sabía cómo lo vivía yo, pero me parecía que sí. A
menudo me sentía falso o mentiroso, ya que nunca jugaba con las cartas sobre la
mesa, sino que siempre actuaba con premeditación. Ya no me importaba nada, todo
eso se había convertido en mi vida, pero justo en ese momento, al empezar un
largo viaje en coche, habiendo muerto mi padre y todo, me di cuenta de que
deseaba librarme de mí mismo, o de eso que tanto me vigilaba dentro de mí.
Adolfo Bioy Casares La invención de Morel
Ahora la mujer del pañuelo me resulta imprescindible. Tal vez toda esa higiene de no esperar sea un poco ridícula. No esperar de la vida, para no arriesgarla; darse por muerto, para no morir. De pronto esto me ha parecido un letargo espantoso, inquietísimo; quiero que se acabe.
(...)
Por fin, el temor a la muerte me libró de la superstición de incompetencia; fue como si me hubiera acercado por vidrios de aumento: los motores dejaron de ser un casual montón de hierros, tuvieron formas, disposiciones que permitían entender su cometido.
(...)
(tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma).
Yukio Mishima Sed de amor
Para unas personas, vivir es la cosa más sencilla; para otras, resulta extremadamente difícil. Frente a esta injusta distribución, más hiriente que la injusticia de la discriminación racial, Etsuko no oponía el más ligero rencor.
Es mejor tomarse la vida a la ligera –pensó-. Después de todo, aquellos a quienes la vida les resulta fácil no tienen que dar ninguna excusa por vivir más allá de este punto. Los que la encuentran difícil, a su vez, muy pronto usan como excusa algo más que la mera existencia. Afirmar que la vida es dura no es algo de lo que debamos alardear. El poder que tenemos para hallar todas las dificultades posibles en la vida ayuda a hacer la vida más fácil para la mayoría de los hombres. Si careciéramos de este poder, la vida sería algo sin dificultad ni facilidad; una mera esfera vacía, resbaladiza, sin ningún punto de apoyo.
Este poder es el que evita que la vida tome esta apariencia, un poder que la gente que nunca la ha mirado con estos ojos no conoce. Y, sin embargo, no es nada fuera de lo ordinario, no es ningún poder anormal; de hecho, no es más que una necesidad cotidiana. Los que hacen trampas con las balanzas de la vida y las hacen parecer indebidamente pesadas recibirán su castigo en el infierno. Incluso sin manipularlo, el peso de la vida no es superior al de un abrigo; puesto, apenas se nota. Sólo los enfermos sienten el peso del abrigo que les cubre y encorvan la espalda. Yo tengo que llevar prendas de abrigo mas pesadas que otros, porque mi alma nació, y continúa viviendo, en el país de las nieves. Para mí, los problemas de la vida se reducen al simple acomodamiento de la armadura que me protege.
La razón de su vida hacía que el mañana, el pesado mañana y cuanto pudiera depararle el futuro no fueran una carga. Seguían siendo días duros, sin duda, pero una leve variación de su centro de gravedad enviaba a Etsuko alegre y confiadamente hacia el futuro. ¿Era eso esperanza? No, nunca.
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