miércoles, 30 de noviembre de 2016

El túnel

Al hilo de lo que comentaba en mi post anterior sobre las historias que imagino y protagonizo en mi cabeza hace poco leí un libro en el que en un fragmento el protagonista describía los procesos de su mente al imaginar el encuentro con una mujer a la que no conocía pero con la que sentía que se había creado un vínculo especial. La novela es El túnel, de Ernesto Sábato. Es una novela corta que me ha gustado mucho y digamos que ha llegado en un momento en la que estaba receptiva a ciertos detalles de su forma de escribir y de la narración desde el punto de vista de este personaje tan perturbado y a la vez tan lógico, al que llegas a comprender y odiar a la vez. La encontré por casualidad, fuera de su lugar en una estantería. La hojeé, y leyendo el prefacio leí sobre Sábato, sobre que encerraba una aguda sensibilidad que nos remite al tiempo de la infancia a adolescencia solitaria, timida y dueña de una angustia permanente o que las devociones del espíritu del introvertido-rebelde joven Sábato irían encontrando esa pasión de todos y de nadie, donde el filósofo y el narrador exhumen la fuerza poderosa que entrañan las nostalgias. Angustia, introversión, jaja, esto pinta bien.

Quería compartir un fragmento que quizá aquellos que se ven en esa tesitura de "ensayar" situaciones en su cabeza una y otra vez puedan encontrar familiar.

Había que caer, pues, en la posibilidad más temida: el encuento en la calle. ¿Cómo demonios hacen ciertos hombres para detener a una mujer, para entablar conversación y hasta para iniciar una aventura? Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con una iniciativa mía: mi ignorancia de esa técnica callejera y mi cara me indujeron a tomar esa decisión melancólica definitiva. 
No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de ésas que suelen presentarse cada millón de veces: que ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remotísima lotería, en la que había que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y sólo recibir el premio en el caso de ganar en esta segunda jornada. Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí un especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero no obstante, seguí preparando mi posición. 
Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo, para preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz, dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inútil o irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más fructíferos diálogos callejeros.  (...) 
No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Solo recuerdo que había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con frases de otra, con resultados ridículos o desalantadores. Por ejemplo, detenerla para darle una dirección y en seguida preguntarle: "¿Tiene mucho interés en el arte?" Era grotesco.
 Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones.

2 comentarios:

Pablo dijo...

¡Es genial! El túnel es una lectura que tengo pendiente desde hace años... siendo tan corta debería leerla cuanto antes. Este fragmento desde luego me anima.

Me ha hecho mucha gracia el principio, sobre todo por la facilidad, la naturalidad y la obviedad con la que descarta la solución más sencilla y pragmática: tomar él la iniciativa y hablarle a la mujer para salir de dudas cuanto antes, y cortar cualquier otra imaginación. Supongo que, para los introvertidos, hablar así no es ni sencillo ni pragmático. También me ha hecho gracia porque hace poco que estuve en una situación similar y también actúe de esa manera.

A parte, me ha llamado la atención que diga "felizmente terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando la posibilidad real." Es muy significativo que diga ese "al menos", como si de hecho diera más importancia a sus imaginaciones antes que a su realidad. En cualquier caso, este fragmento revela muchas cosas sobre el protagonista.

¡Gracias!

ladydilema dijo...

Me alegro de que te haya gustado y te haya picado el gusanillo de leértela.
Efectivamente, el camino más directo no suele ser el más transitado por un introvertido. Este personaje desde luego no se simplifica la vida, ya lo comprobarás...

Tengo que reconocer que a mí a veces me pasa, no hasta ese punto ni mucho menos, pero la historia que te cuentas a ti mismo a veces la vives y sientes como real y te la tienes que sacudir un poco.

¡Gracias por pasarte!